Ha llovido muy fuerte en estas
semanas. Y, como siempre, la televisión y otros medios han desatado sus
condenas en contra de la naturaleza.
Por eso traemos a colación
fragmentos de una conferencia que nuestro compañero Alfredo Mires presentara,
hace algunos años, sobre Cambio climático desde el punto de vista campesino:
En
quechua también, para “mal tiempo” se utiliza Manall’intiempo, que es como
decir que no hay tiempo: Manaall’inwichan. Manaall’i es que no está bueno, pero
no es estar malo. Es una diferencia importante para nosotros. Por eso es que en
el campo, cuando alguien está subiendo una cuesta, no dice: “¡Qué fea cuesta!”;
sino: “¡Está buena la cuesta!”. O si alguien sale y hay un sol muy fuerte, es
un ignorante si se le ocurre decir: “¡Este sol me está fastidiando!”.
Cuando
está cayendo el aguacero, por ejemplo, a nosotros nos han enseñado nuestros
mayores que debemos salir primero a mojarnos; no se nos ocurriría salir ya
cubiertos con el paraguas porque eso sería como despreciar a la lluvia, como no
darle la bienvenida.
Se
comprenderá lo chocante que puede resultar entonces cuando, a través de los
medios de incomunicación, escuchamos expresiones como “la furia de la
naturaleza”, o “la inclemencia del tiempo”. Más aún cuando, desde esta
filiación con todo lo que anida en la comunidad, las señales de los cambios en
el tiempo son enunciadas por los cerros, las plantas, los animales, los vientos
y hasta el color y la textura de las hojas y las aguas.
El
pájaro lic-lic viene trayendo la lluvia que tanto necesitamos; el zorzal canta
y empieza a llover; las gallinas se acoshpan y asoma el aguacero. Y como ellos
el pachatuco, la cargacha, los shingos, los sapos, las shangulays, las
culebras, el lingosh… Y hasta los cerros se ponen gorros de nube o bufandas de
viento anunciando cómo serán los tiempos.
Porque
es la presencia del agua la que marca el ritmo de los tiempos y los quehaceres
agrícolas. Es una relación absolutamente diferente a la que se tiene en las
ciudades, donde uno puede ir al baño unas seis veces al día, tirar la palanca
del retrete sin un ápice de consciencia y arrojar al desagüe cada vez unos doce
litros de agua, la misma cantidad que se necesitaría para sostener una familia
de cuatro personas en el campo.