En
escasas veinte páginas el gran escritor y poeta peruano César Vallejo, logra
acercar al lector a las vivencias de un niño del campo que llega a ese extraño
lugar donde los niños y niñas son encerrados en un salón, frente a una pizarra,
con ventanas altas para evitar la distracción y asegurar, creen muchos, el
aprendizaje.
“Paco estaba también atolondrado
porque en el campo no oyó nunca sonar tantas voces de personas a la vez. En el
campo hablaba primero uno, después otro, después otro y después otro”.
Cuánto
puede ensordecer ese lugar a los niños y niñas que nacieron y crecieron frente
al cerro, sembrando la chacra, jugando alrededor de los árboles o cuidando los
cuyes, las gallinas, las ovejas; mirando las nubes, sintiendo y cuidando los
puquios.
Cuánta
desolación pueden sentir los niños y las niñas cuando son sometidos a burlas y
maltratos por otros de su edad, porque son hijos de ricos, hacendados,
poderosos o citadinos abusivos.
“Yunque no dice nada, señor, porque
Humberto Grieve le pega, porque es su muchacho y vive en su casa”.
Y
es que hay que indignarse por los abusos, las injusticias y las exclusiones.
Porque nadie es más que nadie y la escuela no podría ni debería ser ese sitio
donde la burla y el miedo campeen por doquier.
La
escuela no tendría que ser un lugar de reclusión e invisibilización de los más
humildes, los más bondadosos, lo más dignos. La escuela, a más de ser el mismo
campo, debe nacer de él: aprender de y con la Naturaleza, la primera maestra
que todos tenemos.