El
cronista mestizo Garcilaso de la Vega cuenta que cuando Francisco Pizarro y el
cura Valverde le pidieron al inca Atahualpa que se sometiese, “Se entristeció (porque le pedían…) cosas tan ásperas, y dio un gemido: "¡Atac!",
que quiere decir, "¡Ay, dolor", y con esto dio a entender la gran
pena que había sentido”.
No
era para menos: aquel afligido sentir anticipó la masacre que se desataría
pocos minutos después.
Diez
mil nuestros, incluidos niños, fueron asesinados en el atardecer del 16 de noviembre
de 1532. ¿En qué escuela, universidad o entidad pública se hace un solo minuto
de silencio, hoy día, por ellos?
Nosotros,
a pesar de los pesares, “Aquí estamos”, y desde esa permanencia honramos a nuestros
abuelos y celebramos el no haber sucumbido nunca.
No
caemos en los desinformados remilgos que andan proclamando “el encuentro” de
dos mundos, “donde todo empezó”, “día de la raza” y otras ñoñeces por el
estilo.
Porque
la conquista no ha terminado este pesar ha seguido.