Hace ya un año, la traducción al italiano de “Los ojos de Gabi” (el testimonio sobre una niña campesina con parálisis cerebral infantil), fue presentado en Sassari, Italia. Presentamos aquí el texto que nuestro compañero Alfredo Mires –autor del testimonio– envió para ser leído en la ceremonia.
Hay un viejo cuento que habla de un ciego que se encontró en la orilla de un río con un hombre que no tenía piernas. Ambos querían pasar hacia el otro lado, pero no había puentes.
Uno no podía ver por dónde cruzar y el otro tampoco podía hacerlo porque no podía caminar con el agua a esa profundidad.
Entonces conversaron y se pusieron de acuerdo: el hombre ciego cargó sobre sus hombros al otro –que le iba indicando por dónde ir para no resbalar– y así lograron cruzar el río.
Cuando era niño (de eso hace ya algún tiempo), en medio del hambre y la agobiante pobreza en que sobrevivíamos, mi padre nos relataba este cuento y terminaba diciéndonos que siempre, toda la vida, todos los seres éramos incompletos, pero podíamos complementarnos. Que todo iba mejor cuando podíamos estar juntos y acompañándonos.
Eso nos demostraba aquello que –cuando estábamos unidos– las penas repartidas se hacían más pequeñas. Y las alegrías compartidas se hacían aún más grandes.
Es raro que el mundo no entienda algo tan elemental.
En la antigua lengua de nuestros pueblos, el quechua, la palabra uno significa al mismo tiempo otro. Uno es otro, uno tiene al otro dentro de sí, y el otro es uno mismo. Somos el mundo aunque seamos uno. Así, nadie está solo.
En occidente moderno, la palabra individuo significa indivisible, un ser humano que no puede ser dividido. Puede ser solamente un asunto relacionado con la historia y el pensamiento de cada lengua: quisiera creer que aún es posible comprender al individuo como una unidad que puede complementarse con los demás sin dejarse consumir por el consumo.
Cuando conocí a la Gabicita, hace ya varios años, comprendí una vez más que es posible mirar lo que no se ve; que es posible escuchar lo que no tiene palabras; que es posible sentir lo que está lejano y ausente. Que las fronteras son demarcaciones geopolíticas que jamás coincidirán con la exuberante libertad de la tierra, porque el mundo anida en cada uno. Y cada uno es el mundo.
El año pasado Gabi cumplió quince años. Su silla de ruedas es el trono de un reino generoso donde la mirada es el idioma, donde el pregón es el silencio, donde la solidaridad es la ley y el corazón es la amplitud de todo su territorio.
Ahora la Gabicita está en Sassari, mirándose allá en los ojos de nuestros hermanos. La próxima vez que vaya a visitarla le contaré besando sus manos que ella tenía razón: ni está sola ni el techo es su único amigo.
No quiero decir nada más que otro cuento.
Es sobre un anciano chino que pidió un deseo antes de morir: quería ver el infierno y el paraíso.
Su deseo le fue concedido porque siempre había sido un hombre honrado.
Primero fue llevado al infierno y ahí vio mesas muy anchas repletas de apetitosas comidas, pero todos los comensales estaban hambrientos, tristes y enojados. Los condenados tenían para comer unos palillos muy largos y no lograban llevarse los alimentos a la boca. Por eso sufrían tanto.
Después el anciano fue llevado al paraíso, y ahí todo era exactamente igual que en el infierno: las mismas mesas muy anchas, los mismos manjares y los mismos palillos. Pero todos estaban saciados, sonrientes y felices.
– ¿Cuál es la diferencia, entonces? –preguntó alguien al anciano cuando regresó a la tierra.
– En el paraíso, con los palillos largos se daban de comer los unos a los otros.
Muchas gracias
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