enero 01, 2025

Navidad

Queridos lectores de nuestro blog,
en estos tiempos, en nuestra familia siempre recordamos una carta que Alfredo nos regaló hace diez años. Aunque la hemos leído muchas veces, sigue tocándonos el alma. Por eso la queremos compartir hoy día con ustedes.
Alfredo envió esta carta también a sus amigos. Sin embargo, sigue siendo una carta personal. Seguramente, desde donde está ahora, Alfredo nos permite hacer a ustedes partícipes de sus pensamientos y palabras. Pero estamos igual de seguros que le gustaría que mencionen su autoría si, en algún momento, van a usar este texto. Sería lo justo.
Van nuestros mejores deseos y abrazos para este nuevo año.
Rita Mocker y familia.



Quindewach’anan, Cajamarca, diciembre 24
Muy entrañables:
Otra vez por Navidad, los árboles de la Plaza de Armas de Cajamarca han sido forrados con papel metálico, en colores azul, rojo, plateado y dorado (cada pliego no es barato y es muchísimo lo que se ha empleado). Otros han sido cubiertos con una imitación de nieve en su follaje, y les han colgado campanitas, luces intermitentes y cajas de panetones y regalos forradas con papeles llenos de ositos y trineos, angelitos y casitas con chimeneas en medio de un invierno europeo.
Pasé nomás por ahí y me imaginé a mi mismo vestido de torero en Hawai: estos arbolitos van a sudar la gota gorda por lo menos durante un mes gracias a las inspiraciones decorativas de las autoridades locales.
He tenido que preguntarme –una vez más– si hay otra fiesta como la Navidad que ha devenido en tamaño desgaste espiritual y semejante cúmulo de ridiculeces.
Me explico: esta es una fiesta que conmemora un parto. La palabra viene del latín medieval nativitatem, que es acusativo de nativitas, “nacimiento”. Así que no es cuestión de piñata porque no se está celebrando un cumpleaños sino el hecho de nacer.
¿Qué es la Navidad aparte de un feriado largo? Este bombardeo malsano de villancicos salvadores y terapia mercantil de embrutecimiento colectivo, me reaviva cada fin de año las indigestiones de una farsa que cada vez se vuelve peor.
Sé de la maravilla y riesgo que significa un parto.
A más de los casos que alguna vez me ha tocado atestiguar y asistir en el campo, atendí en la casa el nacimiento de mi hijo Rumi con una viejita partera que conocía bastante bien su oficio. Unos años después estuvimos juntos otra vez esta dupla insigne para atender el nacimiento de Mara, aunque la mayorcita ya se olvidaba de sus tijeras y quería entablarse en grandes polémicas conmigo sobre la seguridad en tiempos modernos, en tanto Rita ya no podía más con los dolores del alumbramiento.
Mientras Rumi hizo malabares para no salir del extraordinario mundo uterino, Mara nació con dos vueltas del cordón umbilical en el cuello: venimos al mundo cubiertos de ahogo y sangre, expuestos a la luz y al desafío de ambientarnos o morir.
No puedo dejar entonces de pensar cómo habrá sido el parto de María.
La compañera debe haber sido escuincla (nada de la chapocita inamovible que nos pintan las estampitas). No habrá estado el burrito obediente tras la verja del establo, ni la vaca contemplativa ni mansas las ovejitas guardando piadoso silencio. Ese lugar debe haber estado lleno de carcas y meados arenosos.
Los papás sudados y sin bañarse, tensos por la persecución y el hambre, ¿habrán tenido un trapito pasable para limpiarle las grasas sanguinolentas al parido, alguien les habrá traído agüita caliente?, ¿el José habrá contado con un candil para alumbrarse y alguien le habrá ayudado a espantar las moscas?
Como también hago trabajos de carpintería, sé lo que es ampollarse las manos con la sierra y trozarse las uñas con el martillo; conozco el despellejarse con el formón y rebanarse graciosamente con la escofina. Así que José, dedicado a un oficio ligeramente diferente al de una enfermera diplomada, seguramente sin mandil y sin las mínimas condiciones de asepsia que se recomiendan (sobre todo si el que nace es el hijo de Dios), debe haberse hecho ochos con las manos callosas y encoladas para cortar el cordón umbilical y dar coraje a la parturienta.
¿Habrá habido alguien –en medio de ese pobrerío– que le prepare un caldito a la parida para que reponga algo de sus fuerzas?, ¿habrán tenido leche sus pechos, suficiente sitio con paja sin rumiar, una mantita para envolver al crío, habrá tenido frío?
Bastante bravo el Padre de este compañero, como para ponerlo a prueba así, desde el principio, con tanto esmero. Y bastante fresco, además, para cargarle la factura al papá intermediario.
Jesús pudo vivir después de nacido, seguramente, por esa increíble capacidad que tienen los pobres para adaptarse a los asedios de la muerte. Porque, dadas las condiciones, no se me hace que Dios haya estado muy cuidadoso como para que no lo ataque un tétanos o una bronconeumonía fulminante.
Probablemente voy a pecar de aguafiestas, pero esta vaina de la Navidad que se celebra no se parece en nada al nacimiento del Hijo del Carpintero. No es cocinable esa boba imagen de un niño rosadito sobre pajita limpia en cajita deslumbrante; no es justa esa trillada representación de María exageradamente vestida y con cara de inmaculada; y es oprobiosa aquella pinta blandengue de don Pepe (a los José les dicen Pepe por Pater Putativus, PP para abreviar, «considerado o tenido por padre»), como un viejito inútil, incapaz de hacer algo con su esposa.
Tampoco es tragable la pinta de los tres reyes magos tal como nos los presentan (ojalá que siendo sabios hayan tenido la cordura de traer algo masticable aparte de oro, incienso y mirra). Y, si llegaron ya de noche al famoso pesebre, los pastores deben haber estado bastante mugrientos y cansados después de haber arreado montones de cabras ajenas en medio de arenales sin consuelos de agua.
Así, no hacen gracia las películas de Navidad donde todos los judíos de aquel tiempo salen vestidos con túnicas limpísimas. Son pura burla las tarjetas llenas de nieve para los áridos desiertos de Palestina. ¿Qué tendrán que ver las chocolatadas amortiguantes y los mutilados árboles de pino cubiertos de guirnaldas, bolas rojas, estrellitas y escarcha, con la criatura nacida en medio de la miseria y destinada a darse a los suyos?
¿Brindaremos por el Maestro cuyo viejo fue inmutable y no le apartó el terrible trago que se le avecinaba (“Padre, si fuera posible, aparta de mi este cáliz”) o brindaremos por el gordo jojorojo vestido con los colores de la Coca-Cola?; ¿estará bueno acordarse de la miseria humana en medio de las lucecitas que se encienden y se apagan (con petróleo de Irak, inversiones de la familia Bush, etc.), aguzando los oídos en medio de los Noche de Paz electrónicos (inaguantables), el jugueterío impiadoso, las ofertas de juerga, los Merry Christmas, los renos y los sermones de “¡Ha nacido el Salvador!”?
¿Nos acordaremos de vos, compañero?
Esta noche comeré pavo y tomaré champaña. Le diremos al Hijo del Hombre: Vente a la casa, hermano, que aquí te queremos.
Brindemos juntos por la bronca.
Tal vez tu mamá te contó cómo es que le sacaste la vuelta a la muerte natural desde el principio; cómo es que no pudiste escapar de los malnacidos que te asesinaron, de los traidores que te vendieron, del imperio que te echó mano, de los jerarcas que te afrentaron y de los amigos que te negaron cuando las papas quemaron.
Y hablaremos también de los que te quisieron.
Vente que vos siempre fuiste fiestero (¡fue genial ésa de convertir 600 litros de agua en 600 litros de vino!).
Mientras brindemos habrán nacido otros miles de hambrientos y de rebeldes, sin ninguna promesa de adviento pero con bastantes garantías de crucifixión.
Es probable que no podamos cambiar el mundo, pero tampoco vamos a permitir que el sistema nos convierta en sus carneros.
Un abrazo,
Alfredo Mires Ortiz.