A inicios de este año, Alfredo Mires Ortiz presentó una conferencia en el marco del foro “Cambio climático, ordenamiento territorial y gestión de riesgos en el desarrollo regional para la reducción de la pobreza”, organizado por diversas instituciones cajamarquinas.
Amigos de la Red nos han solicitado difundir todo el texto de la conferencia. Aquí presentamos sólo algunos extractos:
Un punto de partida elemental para comprender la percepción que desde el campo podemos tener sobre el cambio climático, es la filiación de los seres humanos con la naturaleza, en la que todo vive y todo juega un papel fundamental para la salud de la tierra. Esto significa que el cosmos y todo lo que en él habita no puede ser considerado como un recurso, sino como parte del entramado filial o tejido vivo llamado ‘comunidad’.
Implica formas de relación basadas en la crianza y la reciprocidad, en el diálogo y la equivalencia, así como en la gratitud y la gratuidad, pero no en la explotación y el lucro, no en el aniquilamiento ni en la acumulación.
Se comprenderá lo chocante que puede resultar cuando, a través de los medios de incomunicación, escuchamos expresiones como “la furia de la naturaleza”, o “la inclemencia del tiempo”. Más aún cuando, desde esta filiación con todo lo que anida en la comunidad, las señales de los cambios en el tiempo son enunciadas por los cerros, las plantas, los animales, los vientos y hasta el color y la textura de las hojas y las aguas.
Es la presencia del agua la que marca el ritmo de los tiempos y los quehaceres agrícolas. Es una relación absolutamente diferente a la que se tiene en las ciudades, donde uno puede ir al baño unas seis veces al día, tirar la palanca del retrete sin un ápice de consciencia y arrojar al desagüe cada vez unos doce litros de agua, la misma cantidad que se necesitaría para sostener una familia de cuatro personas en el campo.
Pero todo este ritmo de sístoles y diástoles comunitarias evidentemente están cambiando, y esto es fácil de percibir porque la alteración de los indicadores o señales naturales es estrictamente proporcional a la alteración de los ritmos agrícolas. “El tiempo se ha vuelto loco”, se escucha decir en los campos; y el oír “Este año sí es para quejarse” se va volviendo más constante.
La desaparición de especies (sobre todo de los sapos o ampatu, relacionados míticamente con las pléyades), es una evidencia simbólica y real de los cambios climáticos y la desaparición de las aguas. El desvanecimiento de manantiales, la reducción del volumen del agua en las acequias, la contaminación de los ríos y la pérdida paulatina y consecuente de los rituales y prácticas culturales relacionadas con el agua, ratifican agudamente estos cambios.
Y el cambio de los tiempos implica a la vez alteraciones de orden ético, azuzadas por modelos consumistas, por el protervo endiosamiento de las industrias extractivas, la estimulación de competitividades individualistas y la instauración como paradigma del “sálvese quien pueda”.
La percepción de los cambios climáticos son –en este momento– una constante real de preocupación en las comunidades campesinas de Cajamarca, pero esta preocupación se da desde la visión filial de lo que puede ocurrir con la tierra como madre y con el mundo como ser vivo; no como un riesgo de pérdida funcional de la naturaleza, es decir por la inminente carencia de los “recursos no renovables” en desmedro de los humanos.
Estos cambios climáticos, al mismo tiempo, se evidencian como una cadena con eslabones de destrucción, corrupción, enfermedades y francas perturbaciones en las formas tradicionales de vivir de las comunidades. Es indudable que la desnaturalización del hombre conlleva a la desacralización del mundo y la cosificación de la naturaleza incuba la propensión a dominarla y destruirla.
De manera que no nos hallamos frente a la amenaza de un desastre, sino frente a un desastre permanente. O, como leí alguna vez en un sabio grafiti, “Las inundaciones no se producen porque los ríos crecen, sino por que el país se hunde".
Tenemos una fortuna inmensa que nos han legado nuestros mayores: proteger la cultura significa proteger la naturaleza en la que anida. Esto significa que si se altera la naturaleza, se altera a la vez la posibilidad de ser leída. Y viceversa. Si se altera el paisaje, es como si se alteraran las páginas de este prodigioso libro escrito armónicamente con las pinceladas diestras de las comunidades fraternas.
La restitución de los componentes identitarios y el robustecimiento de los conocimientos colectivos son también una tarea de dignificación y de defensa de los derechos de las comunidades campesinas: la justicia no puede seguir siendo como las víboras que sólo muerden los pies descalzos.
Amigos de la Red nos han solicitado difundir todo el texto de la conferencia. Aquí presentamos sólo algunos extractos:
Un punto de partida elemental para comprender la percepción que desde el campo podemos tener sobre el cambio climático, es la filiación de los seres humanos con la naturaleza, en la que todo vive y todo juega un papel fundamental para la salud de la tierra. Esto significa que el cosmos y todo lo que en él habita no puede ser considerado como un recurso, sino como parte del entramado filial o tejido vivo llamado ‘comunidad’.
Implica formas de relación basadas en la crianza y la reciprocidad, en el diálogo y la equivalencia, así como en la gratitud y la gratuidad, pero no en la explotación y el lucro, no en el aniquilamiento ni en la acumulación.
Se comprenderá lo chocante que puede resultar cuando, a través de los medios de incomunicación, escuchamos expresiones como “la furia de la naturaleza”, o “la inclemencia del tiempo”. Más aún cuando, desde esta filiación con todo lo que anida en la comunidad, las señales de los cambios en el tiempo son enunciadas por los cerros, las plantas, los animales, los vientos y hasta el color y la textura de las hojas y las aguas.
Es la presencia del agua la que marca el ritmo de los tiempos y los quehaceres agrícolas. Es una relación absolutamente diferente a la que se tiene en las ciudades, donde uno puede ir al baño unas seis veces al día, tirar la palanca del retrete sin un ápice de consciencia y arrojar al desagüe cada vez unos doce litros de agua, la misma cantidad que se necesitaría para sostener una familia de cuatro personas en el campo.
Pero todo este ritmo de sístoles y diástoles comunitarias evidentemente están cambiando, y esto es fácil de percibir porque la alteración de los indicadores o señales naturales es estrictamente proporcional a la alteración de los ritmos agrícolas. “El tiempo se ha vuelto loco”, se escucha decir en los campos; y el oír “Este año sí es para quejarse” se va volviendo más constante.
La desaparición de especies (sobre todo de los sapos o ampatu, relacionados míticamente con las pléyades), es una evidencia simbólica y real de los cambios climáticos y la desaparición de las aguas. El desvanecimiento de manantiales, la reducción del volumen del agua en las acequias, la contaminación de los ríos y la pérdida paulatina y consecuente de los rituales y prácticas culturales relacionadas con el agua, ratifican agudamente estos cambios.
Y el cambio de los tiempos implica a la vez alteraciones de orden ético, azuzadas por modelos consumistas, por el protervo endiosamiento de las industrias extractivas, la estimulación de competitividades individualistas y la instauración como paradigma del “sálvese quien pueda”.
La percepción de los cambios climáticos son –en este momento– una constante real de preocupación en las comunidades campesinas de Cajamarca, pero esta preocupación se da desde la visión filial de lo que puede ocurrir con la tierra como madre y con el mundo como ser vivo; no como un riesgo de pérdida funcional de la naturaleza, es decir por la inminente carencia de los “recursos no renovables” en desmedro de los humanos.
Estos cambios climáticos, al mismo tiempo, se evidencian como una cadena con eslabones de destrucción, corrupción, enfermedades y francas perturbaciones en las formas tradicionales de vivir de las comunidades. Es indudable que la desnaturalización del hombre conlleva a la desacralización del mundo y la cosificación de la naturaleza incuba la propensión a dominarla y destruirla.
De manera que no nos hallamos frente a la amenaza de un desastre, sino frente a un desastre permanente. O, como leí alguna vez en un sabio grafiti, “Las inundaciones no se producen porque los ríos crecen, sino por que el país se hunde".
Tenemos una fortuna inmensa que nos han legado nuestros mayores: proteger la cultura significa proteger la naturaleza en la que anida. Esto significa que si se altera la naturaleza, se altera a la vez la posibilidad de ser leída. Y viceversa. Si se altera el paisaje, es como si se alteraran las páginas de este prodigioso libro escrito armónicamente con las pinceladas diestras de las comunidades fraternas.
La restitución de los componentes identitarios y el robustecimiento de los conocimientos colectivos son también una tarea de dignificación y de defensa de los derechos de las comunidades campesinas: la justicia no puede seguir siendo como las víboras que sólo muerden los pies descalzos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario