No son horas: son días
de caminar por las comunidades repartidas en la cordillera, para saludar,
animar y canjear los libros.
No son unos cuantos:
son cientos de libros los que deben ser recogidos y cargados para hacer el canje
en Cajamarca.
No está a la vuelta de
la esquina: algunos tuvieron que hacer hasta cuatro transbordos, con más de un
día de viaje bajo las lluvias, cargando cajas y sacos pesadísimos de libros,
regateando el flete y –aparte de todo– trayendo papitas o maíz desde su chacra
para compartir con todos...
“¡Hay
que estar locos para desplegar semejante esfuerzo!”, dijo alguien viendo llegar a los
bibliotecarios.
“No
ha habido hombre de genio extraordinario sin mezcla de locura” decía el filósofo Séneca.
Hubo compañeros que
trajeron casi un millar de libros consigo. Y, para esta vez, habíamos cambiado
la estructura del intercambio y el incremento: ya no entre los estrechos
callejones de los estantes, sino con todos los libros en la Sala Mayor.
Este canje trocó la
esperanza en certeza.
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