(Apuntes
de Alfredo Mires Ortiz; visita a la zona de Santa Cruz. Setiembre 2017)
Hacía ya un buen tiempo que veníamos comunicándonos
con el profesor Luis Calderón, docente de Poroporo y Catache, en la provincia
de Santa Cruz.
Sea por la distancia o el tiempo –dado que somos
tan pocos en el Equipo Central de la Red–, nunca nos habíamos reunido con
comuneros en esta zona… hasta este setiembre.
La noche de la reunión en la comunidad de Poroporo
debía haber unas ochenta personas. Todos habían vuelto de sus trabajos en el
campo, recogiéndose para descansar; todos andaban curiosos tratando de saber
qué era aquello de las bibliotecas rurales.
Nosotros no vamos donde no nos invitan. Eso de
llegar “como institución” a comenzar un proyecto tiene un regusto invasivo,
como si “los conscientes” supieran de antemano qué es lo que los “rezagados
campesinos” necesitan.
Así que ahí anduvimos,
conversando, contándoles lo que hacíamos, y dejando abierta la posibilidad que
formaran su propia biblioteca: la decisión, al fin y al cabo, ha de ser
comunera y soberana.
Mucha duda flotaba: la historia de
nuestros pueblos es un cúmulo de ausencias y de promesas mentidas. El libro
siempre fue un fulano ajeno y, cuando estuvo, un vecino indebido, irresoluto.
Así que empecé a leer uno de los
libros nuestros, estos que intentan ser una extensión de nuestros viejos
reunidos; estos libros que han nacido de nuestra propia semilla y de nuestro
propio sembrío.
Ahora los ojos eran otros:
– Yo necesito esos
libros para mis hijos –me dijo una comunera de pronto–. Venga a mi
comunidad: ahí no somos tímidos, ahí ya estamos decididos.
Esa noche formamos la primera biblioteca rural en
la provincia de Santa Cruz.
¿Cómo es que no hemos estado ahí en 46 años de
existencia? Esa ya no es la pregunta: estos andares siempre son nuevos.
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