Desde la lejana Medellín, entre las montañas antioqueñas escuché los ecos de una red, la Red de Bibliotecas Rurales de Cajamarca. Me llegaron las voces del Perú, pero sobre todo del rural, del campo. Este camino de la promoción de lectura no se construye en solitario, es necesario el otro, leer para otro, enamorar al otro, contarle al otro. Una vez supe de ese trabajo, allá en Cajamarca, fantaseé con conocer más de cerca de qué se trataba todo esto. Hasta ahora su biblioteca campesina suma una gran variedad de números; es decir, una gran variedad de voces, porque este ha sido el trabajo de la escucha amorosa y delicada para que esos hilos de voces no se los lleve el viento, sino que persistan y resistan en las páginas para que ellos los lean, para que otros los sigan leyendo.
Ese lugar, allá en Cajamarca, sonaba de cierta manera mítico, pues una de sus principales figuras, la que llevó la batuta durante mucho tiempo, es uno de esos seres que ya son difíciles de encontrar. Un todero, un caminante, un curioso, un hombre respetuoso de su tierra y sus saberes, un escucha, un amoroso. No sería acertado decir que no conocimos a Alfredo Mires. No es cierto. Él decidió irse a caminar antes a otras tierras, seguramente para seguir recogiendo voces y entonces, nos dejó un tremendo equipo y existe en cada uno de ellos. En la casa, en esta casa, en cada uno de los detalles que la habitan está él, está su espíritu. Es imposible no nombrarlo a cada tanto. En el desayuno con Karina que me cuenta de su buen humor. En la mesa con Lola que me dice de su gusto por el pan de agua de su barrio “Tráeme un pancito de agua” le decía el Alfredo. Del respeto y la admiración con la que habla Don Javier al mencionar la memoria de Alfredo y de Rita, su compañera de andanzas que respira esa tranquilidad venida de haber compartido tanto con él. Alfredo está en la sala de juntas donde la asamblea es un acto político desde el cariño, donde se toman decisiones porque se escuchan. Que tremendo gesto, se escuchan. Y yo, que trato de que en cada vivencia la gente, escuche, hable, lea y escriba, me encuentro con esta enorme muestra de vida.
Ese lugar, allá en Cajamarca, sonaba de cierta manera mítico, pues una de sus principales figuras, la que llevó la batuta durante mucho tiempo, es uno de esos seres que ya son difíciles de encontrar. Un todero, un caminante, un curioso, un hombre respetuoso de su tierra y sus saberes, un escucha, un amoroso. No sería acertado decir que no conocimos a Alfredo Mires. No es cierto. Él decidió irse a caminar antes a otras tierras, seguramente para seguir recogiendo voces y entonces, nos dejó un tremendo equipo y existe en cada uno de ellos. En la casa, en esta casa, en cada uno de los detalles que la habitan está él, está su espíritu. Es imposible no nombrarlo a cada tanto. En el desayuno con Karina que me cuenta de su buen humor. En la mesa con Lola que me dice de su gusto por el pan de agua de su barrio “Tráeme un pancito de agua” le decía el Alfredo. Del respeto y la admiración con la que habla Don Javier al mencionar la memoria de Alfredo y de Rita, su compañera de andanzas que respira esa tranquilidad venida de haber compartido tanto con él. Alfredo está en la sala de juntas donde la asamblea es un acto político desde el cariño, donde se toman decisiones porque se escuchan. Que tremendo gesto, se escuchan. Y yo, que trato de que en cada vivencia la gente, escuche, hable, lea y escriba, me encuentro con esta enorme muestra de vida.
Nuestro paso por esta casa quedará marcado en la piel como uno de los más memorables de nuestra travesía por el continente. Pudimos llegar a la red y pudimos llegar de la mejor forma, con las ganas de compartir nuestro trabajo, nos fue dado ese regalo de la vida, de que estas personas, a las que tenemos tanto que aprenderles, nos dieran la oportunidad de compartir eso que nos gusta. Durante muchos días Cajamarca fue un laboratorio para que Al son del corazón viajero pudiera experimentar y poner sobre la mesa, juegos, libros, escritura, palabras y danza. Fuimos bien recibidos, fuimos recibidos de la mejor manera posible, con el cariño y el amor que suelen demostrar en todo acto, en la abundante y deliciosa comida, en hacer que a cada momento nos sintiéramos bien, en hacernos sentir parte de este equipo, porque así los sentimos, en las muchas conversas que teníamos para invocar la vida desde la palabra.
Seguirá la admiración infinita a este colectivo de guerreros, guerreras, soñadores, tercos, que siguen creyendo que es necesario mantener en pie esta casa, esta casa que existe y se replica en cada una de las bibliotecas donde se esparció la semilla y que ahora germinan, bonitas, chiquitas, con un estante lleno de libros coloridos, con personas que entre las labores del campo, de la dura labor del campo, sienten que es necesario irse a encontrar con los libros. Que siguen haciendo círculos de palabras, pagos a la tierra y respetando la memoria de todos los que los han precedido. Larga vida a los libros, amor a la tierra y cariño a la palabra que no se agota, que no se apaga.
Jaime Roldán
Seguirá la admiración infinita a este colectivo de guerreros, guerreras, soñadores, tercos, que siguen creyendo que es necesario mantener en pie esta casa, esta casa que existe y se replica en cada una de las bibliotecas donde se esparció la semilla y que ahora germinan, bonitas, chiquitas, con un estante lleno de libros coloridos, con personas que entre las labores del campo, de la dura labor del campo, sienten que es necesario irse a encontrar con los libros. Que siguen haciendo círculos de palabras, pagos a la tierra y respetando la memoria de todos los que los han precedido. Larga vida a los libros, amor a la tierra y cariño a la palabra que no se agota, que no se apaga.
Jaime Roldán
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