En estos meses estoy saliendo mucho para visitar a los niños con discapacidad del Programa Comunitario. Antes de llegar a una casa siempre siento cierta preocupación. ¿Estarán bien estos muchachos? ¿Habrán mejorado alguito? ¿Han podido desayunar esta mañana?, son algunas de las preguntas que pasan por mi cabeza.
La mayoría de los niños que acompañamos viven en situaciones de extrema pobreza y en estos meses se les agudiza el desasosiego por la falta de agua que se siente en todo el campo de Cajamarca. Veo los incendios que destruyen los pocos bosques que quedan y veo a las mujeres cargar sus bidones y baldes de agua desde temprano y desde muy lejos. Veo las chacras produciendo cada vez menos y veo a las empresas mineras “comiéndose” cada vez más tierras fértiles en la jalca…
La preocupación no es vana, es omnipresente.
Sin embargo, cuando llego a la casa de las familias que visitamos y este niño con capacidades proyectables corre para recibirnos con un inmenso y eterno abrazo, siento que sí estamos haciendo algún bien. Siento que nuestros esfuerzos conjuntos sirven para aliviar penas, para hacer andar -en el sentido amplio de la palabra- a estos niños por el camino que el universo ha trazado para cada uno. Y, de pronto, soy yo la que siente alivio, esperanza, una luz en estos andares. Porque estos niños, estas familias y esta comunidad son bálsamo para el alma. No puedo vivir sin ellos.
Rita Mocker
La mayoría de los niños que acompañamos viven en situaciones de extrema pobreza y en estos meses se les agudiza el desasosiego por la falta de agua que se siente en todo el campo de Cajamarca. Veo los incendios que destruyen los pocos bosques que quedan y veo a las mujeres cargar sus bidones y baldes de agua desde temprano y desde muy lejos. Veo las chacras produciendo cada vez menos y veo a las empresas mineras “comiéndose” cada vez más tierras fértiles en la jalca…
La preocupación no es vana, es omnipresente.
Sin embargo, cuando llego a la casa de las familias que visitamos y este niño con capacidades proyectables corre para recibirnos con un inmenso y eterno abrazo, siento que sí estamos haciendo algún bien. Siento que nuestros esfuerzos conjuntos sirven para aliviar penas, para hacer andar -en el sentido amplio de la palabra- a estos niños por el camino que el universo ha trazado para cada uno. Y, de pronto, soy yo la que siente alivio, esperanza, una luz en estos andares. Porque estos niños, estas familias y esta comunidad son bálsamo para el alma. No puedo vivir sin ellos.
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