Nuestros antiguos cuidaron siempre de hacer sus casas en armonía con el paisaje en el que se encontraban. Así, las construcciones no sólo se mimetizaban con el ambiente, sino que se sentían parte de él, sin agredir su belleza ni alterar el equilibrio con su presencia.
Con la colonia, muchos edificios se construyeron sobre los antiguos recintos y otros impusieron los estilos foráneos, pero aún entonces los constructores indígenas cuidaron de incorporar lo propio.
Así, la característica básica que quedó en los pueblos serranos fueron las casas de adobe con los techos de teja.
Muchas capitales de provincia exhiben bellamente –hasta hoy– sus antiguas casonas con balcones y portadas tradicionales. Pero en los últimos años, beneficiando el mal llamado “material noble”, viene cundiendo el desmedro de lo que es el material decente: enormes adefesios se alzan ofendiendo la mirada.
Es como si una ilimitada ansiedad empujara a acercarse a la imagen ideal del mundo occidental, expresada no sólo en la ropa de moda, sino en toda la apariencia de una ciudad; como si una irrefrenable huachafería pugnara por imponerse sobre la naturaleza.
Con razón el escritor español Pío Baroja decía: “El cemento armado es una musa honesta y útil, y quizá en manos de un arquitecto genial sería admirable; pero cuando se desmanda y se siente atrevida, como una cocinera lanzada a cupletista, hace tales horrores, que habría que sujetarla y llevarla a la cárcel”.
agosto 24, 2011
Despistajes y paisajes
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Red Bibliotecas Rurales
a las
13:36
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