Llegó de madrugada. Había esperado un bus al filo del asfalto, cualquier camión que lo recogiera, rebenqueado por las frías brisas malolientes del mar-desagüe cercano.
Habían sido nueve horas de viaje, parado, apretujado entre los otros pasajeros sin pasaje y sin solvencia. Y luego dos horas más de marcha a pie, adivinando la carretera en medio de la oscurana, asediado por diablos perrunos −de esos que cobran peaje pagadero en alma contante y sonante− y fantasmas pillos, de esos que hacen perder el camino.
Pero llegó sonriendo, sospechando la sorpresa que ocasionaría en los niños su preciosa carga.
Cargaba su maletín de errante, de trabajador distante, de laburo baldío.
Y cargaba un frasco, un frasco sin tapa, lleno de agua y en el agua él: un pececito azul que se mecía a cada paso, como distraído.
Habían sido nueve horas de viaje, parado, apretujado entre los otros pasajeros sin pasaje y sin solvencia. Y luego dos horas más de marcha a pie, adivinando la carretera en medio de la oscurana, asediado por diablos perrunos −de esos que cobran peaje pagadero en alma contante y sonante− y fantasmas pillos, de esos que hacen perder el camino.
Pero llegó sonriendo, sospechando la sorpresa que ocasionaría en los niños su preciosa carga.
Cargaba su maletín de errante, de trabajador distante, de laburo baldío.
Y cargaba un frasco, un frasco sin tapa, lleno de agua y en el agua él: un pececito azul que se mecía a cada paso, como distraído.