Hoy
vi el atardecer más bonito del mundo, en uno de los pueblos más bellos que
conozco en Cajamarca.
No
sé qué gusto le hallan algunas personas para andar en alguna gran ciudad yendo
de compras, entre grandes bloques de cemento. Quizá jamás entenderían la
belleza de una casa de barro o las maravillas que inspiran al alma viendo un
atardecer como este.
Esa
contemplación podría ser calificada de “aburrida” o “rara”, pero entonces tendríamos
que estar orgullosos de serlo.
Al
paso que van las cosas, puede ser que en unos cuántos años los tranquilos
campos por los que pasé hoy sean invadidos por ridículas moles de concreto, que
es como oír reguetón en medio de la novena sinfonía de Beethoven.
No
se oirán los mugidos de los rebaños ni el crujir de las hojas saludando al
viento; no se verán mariposas volando y tampoco niños jugando. No recordarán su
historia ni los cuentos de sus abuelos. Y nadie querrá sentarse a ver el
atardecer.
Suena
triste la verdad si se dice de manera tan directa, pero si no doliera tampoco
haríamos nada por tratar de curarla.
La
Red de Bibliotecas Rurales es mi familia, siempre lo fue y siempre lo será, más
allá del tiempo y la distancia. Ahí tengo cientos de tíos, tías y primos,
humanos hermanos que también luchan para que la verdad, al fin, no duela.
Con
ellos, comuneros, uno puede sentarse a ver y agradecer este atardecer.
Mara
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