Este es el título de una novela escrita por
Luis Sepúlveda, quien falleció con el Coronavirus este pasado 16 de abril.
Los protagonistas y ejes de esta maravillosa
novela son muchos: el pueblo indígena Shuar, la inmensa e impenetrable Amazonia
que, pese al machete del colono, siempre “volvía a crecer con vigor vengativo”;
El Idilio como lugar del estar; los ríos Nangaritza, Zamora, Yacuambi, el
puerto fluvial El Dorado; un dentista con nombre sonoro (Rubicundo Loachamín);
las novelas de amor y el sabio Antonio José Bolívar Proaño, quien bien ilustra
aquella intensa pasión por “apropiarse de las palabras”, por buscar comprender
las tramas de esas letras que se leen una y otra vez.
Y, aún más, es la historia de una tigrilla a
quien los ignorantes blancos le mataron sus crías e hirieron mortalmente al
macho. Ella ocupa de principio a fin el sonar de una sabiduría, de un ethos o
forma de vida, de un trinar, de un sonido, de un silencio, de una hondura que
sólo es vista, sentida, olida, palpada y degustada por almas conectadas con el
cantar imperioso de la selva.
Con bella voz y fuerza llegaron a nuestros
corazones estas líneas de Luis Sepúlveda que, a pocos días de conocerlo, a
través de su novela, se fue a habitar el mundo de los muertos, el mundo de los
inmortales.
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